sábado, 26 de mayo de 2007

¡VENGA YA, HOMBRE!
Jugándonos la vida, los occidentales fuimos allí a transformarles en seres civilizados. En justa compensación, nos quedamos con buena parte de sus recursos naturales; en realidad, ellos, en su ignorancia, desconocían tanto la utilidad como el valor real de lo que poseían, de manera que, desde esta perspectiva, salimos perdiendo: nos retribuíamos tan alto riesgo con algo que para aquellas gentes carecía de provecho alguno. Pero, así de espléndidos somos nosotros, qué le vamos a hacer.
Sin embargo, cuando sólo llevábamos unos siglos enseñándoles a extraer los minerales más valiosos y a que supieran separar la mena de la ganga, los indígenas menos dotados intelectualmente para negociar, de forma injustificada e inexplicable se mostraron en desacuerdo con el reparto de la producción entre ellos y nosotros -tiene narices-, llegando incluso a organizarse en grupúsculos violentos de resistencia porque no les dábamos más. Como precaución, antes de que las cosas se agravaran decidimos proteger nuestros legítimos intereses de las turbas salvajes, para lo cual nombramos sátrapas de confianza que sofocaran las revueltas con mano firme, aunque a cambio tuviéramos que construirles algún que otro palacio y poner a su disposición un ramillete de cuentas corrientes bien nutridas con las que satisfacer sus pintorescos lujos y los de sus correspondientes séquitos. Estos gastos, claro está, los recuperábamos con creces cargando nuestros barcos con productos de aquellas tierras; ya sabe todo el mundo a qué productos me refiero.
La incomprensión de los nativos fue aumentando, obsesionados por la propiedad de lo que, ingenuamente, consideraban como suyo. Bueno, pues a pesar de eso, nuestra generosidad continuó inmutable: para combatir tanta miseria, en las explotaciones extractivas establecimos jornadas laborales flexibles de 18 a 20 horas diarias, tanto para los padres de familia como para sus hijos, sin importarnos que fueran menores de edad: no era momento de andar con sentimentalismos. Había que levantar aquello con el esfuerzo de todos, y del suyo el primero; al fin y al cabo trabajábamos para su bienestar.
Como no podía ser de otra manera, las ganancias así obtenidas, en su mayor parte retornaban a la metrópoli, dejando siempre algún remanente para corruptelas sin importancia y dotar de armamento a los dictadorzuelos por nosotros impuestos. Eso sí, les teníamos dicho que sólo utilizaran la fuerza contra la subversión en casos extremos y siempre con carácter defensivo, si bien ya se sabe lo que pasa con estas cosas: a cualquier programa de ayuda al desarrollo que se precie, por bueno que sea, unos cuantos miles de indígenas muertos no hay quien se los quite.
A pesar de tanto esfuerzo, sacrificio, y dedicación por nuestra parte, los nativos eran incapaces de imprimir dinamismo a sus economías, así que, en un nuevo ejercicio de solidaridad, les concedimos créditos a bajo interés con los que pudieran contratar a nuestras empresas para la construcción de las infraestructuras básicas. Se acabaron las obras y cobraron las empresas, sí, pero qué desastre de gente: incapaces de ahorrar, aquellos gobiernos coloniales no pudieron devolvernos los intereses de los préstamos, habiéndose acumulado el montante hasta la actualidad. Como no pueden pagarlos, algunas oenegés tocapelotas dicen que les perdonemos la deuda. Encima, no te jode.
Pasaron los años y la agresividad de la chusma fue creciendo. Por más que intentamos explicarles en qué consistía la democracia política, no hubo manera; querían también la económica. Les decíamos: "Ambas cosas a la vez no son recomendables. Pueden surgir desajustes estructurales que imposibiliten el crecimiento armónico de las variables macro, dentro de los márgenes definidos tanto por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial como por las más prestigiosas entidades financieras europeas, ¿entendéis?. Vosotros id creando poco a poco las instituciones políticas formales siempre dentro del respeto a la propia idiosincrasia, mientras nosotros os administramos la riqueza en base a la confianza mutua que nos tenemos". Pero nada; no lo cogían; incluso algunos se cabreaban más.
En este estado de cosas, se multiplicaron los actos de vandalismo, hasta el punto de que nuestros soldados caían emboscados cada vez en mayor número, arreciaron las críticas de la opinión pública dentro de las metrópolis, y cuando las protestas empezaron a poner en peligro nuestra continuidad en los gobiernos, repatriamos las tropas y salimos de allí echando leches sin haber completado la reconstrucción prometida a los oriundos de bien. Muchas de nuestras empresas energéticas siguen en esos lugares recónditos, pero ya no explotan con la confianza y seguridad de antaño. Aquellos pueblos africanos, asiáticos y sudamericanos a los que fuimos a salvar sus almas y socorrer sus cuerpos, incapaces de labrar su propio futuro, de gobernarse en condiciones aceptables, han vuelto a hundirse en el subdesarrollo mientras vemos cómo aumentan las luchas tribales por el poder. Una pena.
El colmo es que, después de todo lo que hemos hecho por ellos, ahora lleguen a nuestro continente muertos de hambre, diciendo que vienen en busca de una oportunidad. ¿Otra? ¡Venga ya, hombre!