jueves, 1 de julio de 2010

FUNCIONARIOS

De joven, yo era una persona enérgica, dinámica y prometedora. Cuando conseguí mi primer empleo en el polígono industrial, la gente conocida con la que me cruzaba por la calle, me saludaba con cordialidad: “Hola, buenos días” “Ve con Dios” “Passa tronco” “staluego, chaval”… dependiendo de la generación del saludante. Sabían que trabajaba en la privada y eso siempre transmite sensación de agilidad mental, competencia, capacidad y buen hacer, como todo el mundo ha comprobado al llamar al fontanero, al antenista, al del seguro, a la compañía de teléfonos… en fin. Hasta que un día aciago del mes de noviembre, allá por los años ochenta, se me ocurrió presentarme a unas oposiciones que convocaba el Ayuntamiento, y las saqué. A partir de ese momento, mi vida dio un vuelco: Había dejado de ser una persona enérgica, dinámica y prometedora, para convertirme en un funcionario (no devuelvan aún). Les prometo por lo que más quieran que en aquel momento no sabía lo que hacía (y, perdonen por la rima). Es una de esas cosas que los más mayores deberían contar a los jóvenes; advertir de sus consecuencias, pero a mí nadie me avisó.

El caso es que la gente que antes me saludaba, empezó a huirme. Unos, en cuanto me veían de lejos, cambiaban de acera; otros se santiguaban. Incluso se dio el caso de vecinos que, al enterarse, vendieron el piso y se fueron a vivir a cien leguas de mí. Al principio, no encontraba explicación al fenómeno, hasta que empecé a sufrir la transformación en mis propias carnes. Poco a poco fui perdiendo fuelle. Antes, cuando sonaba el despertador, salía disparado por el embozo de la cama como alma que lleva el diablo, dispuesto a matarme por mi empresa, pero desde que opté por la cosa funcionarial soy otro: ahora abro los ojos por tiempos; desayuno leche con parsimonia (no vean lo que tardo en cada vuelta que doy con la cuchara por el interior del vaso), me lavo por goteo y entro lánguido y cansino en la Casa Consistorial subiendo las escaleras a escalón por bostezo y viceversa. La jornada de trabajo es un martirio, se lo digo. Cada instancia pesa cien kilos y darle a la tecla del ordenata me cuesta el huevo de Colón. Cualquier día se me solidifican los huesos de la muñeca, de practicar el “mano sobre mano”. Sin embargo, antes, cuando pertenecía en cuerpo y alma a mi empresario, daba gusto conmigo: despierto, activo, resuelto, infatigable…Valía un potosí.

Los funcionarios, hay que decirlo, somos seres musarañeros que deambulamos como zombis administrativos entre carpetas polvorientas y la máquina del café. Unos, cuentan haber visto debajo de las mesas a cientos de miles de nosotros durmiendo a pierna suelta, con los archivadores de cartón como almohada. Si, al menos, no roncáramos, ¿verdad?… En cualquier caso, sea o no cierto, de lo que no hay duda es de que merecemos una bajada de salario, no el cinco por ciento, sino del ciento cinco, a ver si con la nómina en números rojos despabilamos de una vez, leche. Tampoco sobrarían medidas complementarias, como obligarnos a aprender de memoria actas de plenos y comisiones, recitar padrones fiscales desde la A a la Z, apretar bombillas pasadas de rosca, quitar el membrete a los folios, etcétera.

Hace algo más de un mes, en el diario El Mundo (13.05.2010), un profundo conocedor de la cosa pública, de apellido Sostres, pedía al Presidente del Gobierno que redujera “al menos al 40 por ciento de los funcionarios que hay en España”. Añadía: “Que el colegio público deje paso a la escuela concertada y no hace falta que los maestros sean funcionarios”. Y, en negrita, apuntillaba: “Queridos funcionarios, vuestra hora ha llegado. Y no inspiráis ninguna lástima”.

Sé que me traerá problemas entre mis compañeros lo que voy a decir, pero estoy absolutamente de acuerdo con él. Es más, voy a profundizar en su reflexión:

1. ¿Cómo acabar con al menos ese 40 por ciento de gandules?. Organizando encierros de reses bravas y funcionarios. Me explico: En cada localidad, con los restos financieros del plan E se construye un desfiladero de hormigón de 500 metros de largo por 3 de alto, con una sola entrada y sin huecos en el recorrido. Una vez listo, por la entrada que digo vertemos primero una tanda de funcionarios y, detrás de ellos, media docena de toros, media, sin cabestros ni nada para que vayan como locos. Así, matamos dos pájaros de un tiro: se promociona la fiesta como bien de interés cultural y se reduce la plantilla de vagos y maleantes. ¿Cómo lo ven?
2. Sostiene Sostres, y con razón, que no hace falta que los maestros sean funcionarios. Yo añadiría que no es necesario ni que sean maestros, y estoy dudando de si es o no conveniente que los niños sean alumnos o al revés, que ya me he perdido. Donde esté un país con las escuelas llenas de laborales eventuales discontinuos enseñando las cuatro reglas a niños que no es preciso que sean alumnos, que se quite la educación funcionarial.
3. Dice, por fin, el mundano Pedrojotero que ha llegado nuestra hora y, además, sin que inspiremos ni lástima siquiera. Suena un poco cruel, las cosas como son, pero por lo menos ha tenido la deferencia de avisarnos. Siempre está bien saber con tiempo lo que le espera a uno: hay funcionarios que, por la vagancia típica que nos caracteriza, no tenemos hecho el testamento, y luego todos son problemas. Gracias, Sostres. Eres un sol.