martes, 7 de febrero de 2012

Lot y Señora

LOT Y EDITH

(Sodoma. Hace mucho)
Homosexuales, lesbianas, heteros, bisexuales, prostitutas, pederastas, pedófilos natos, dracuines, ninfómanas, sátiros, zoofílicos, testosterónicos y sexoinómanos de reconocido vicio coitean desnudos por las calles y plazas de la ciudad. Lot, que permanece sentado en la puerta de su casa ajeno al cachondeo masivo, intenta quitarse un padrastro con el pico de una gallina descabezada.
Lot.- Ya lo tengo, ya lo tengo…
De pronto, un estruendo procedente de las alturas le da tal susto que se clava el pico en el dedo malo.
Lot.- ¡Por las lentejas de Esaú!... ¿Qué es esto? –grita, al caerse de la silla.
Un arcángel con alas de dos metros de alto por metro y medio de ancho acaba de tomar tierra, armando una polvareda de mil camellos al galope.
Arcángel.- De parte de Jehová que cojas ahora mismo a tu mujer y a tus hijos y os larguéis de este antro de pueblo, antes de que le prenda con todos dentro.
Lot (apenas repuesto del susto).- ¡Qué barbaridad! ¿Y eso?
Arcángel.- ¿Acaso no lo ves, alma de cántaro?
Lot.- ¿Qué hay que ver?
Arcángel.- El revoltijo de cuerpos yaciendo en cueros por esquinas, matorrales y descampados.
Lot.- Es que hace mucho calor, ángel.
Arcángel.- De ángel, nada; arcángel y de los que más mandan – replica el celeste, algo molesto.
Lot.- ¿Y, en qué os distinguís?
Arcángel.- En que los ángeles son buenos y los arcángeles, buenísimos.
Lot.- Entonces, los querubines deben rozar el pan bendito.
Arcángel.- A lo que iba: ¿De verdad crees que lo que pasa aquí se debe al calor?
Lot.- No sé. Digo yo.
Arcángel.- Me vas a perdonar, Lot, pero no estás en lo que debes estar. Pecan y pecan y vuelven a pecar, mientras tú estás en Babia.
Lot.- ¿Y por eso los va quemar vivos?. ¡Cómo se pasa!
Arcángel.- Si quieres un consejo: no te metas, a ver si vas a salir trasquilado. Te salva a ti porque eres el único hombre justo de Sodoma.
Lot.- Pues mi primo Holofernes es majete.
Arcángel.- ¿Qué te acabo de decir?
Lot.- Vale, vale. Oído cocina.
Arcángel.- También me ha dicho que cuando salgáis del pueblo, haced el favor de no mirar hacia atrás.
Lot (extrañado).- Con lo curiosa que es mi mujer, solo obedecería ante un ataque de tortícolis…
Arcángel.- Ella verá.
Lot.- Bueno, ¿y por qué no quiere que veamos lo que pasa a nuestra espalda?
Arcángel (en voz muy baja, acercándose al oído derecho de Lot).- Manías suyas.
Lot (susurrando al arcángel) .- Ten mucho ojo, que lo oye todo.
Arcángel.- Ahora está liado colocando a la corte celestial por orden alfabético, y no se entera.
Lot.- De todas formas, anda con cuidado.
Arcángel (volviendo al tema).- Entonces quedamos en eso. No olvides que se prohíbe volver la cabeza.
Y de un salto mortal, el arcángel desaparece, dejando tras de sí un preciosísimo rastro azul clarito.
Lot entra en casa y le cuenta lo ocurrido a su mujer. Media hora más tarde, la familia sale por la puerta con un carrito lleno de trastos y se dirige hacia el monte Hebrón, esquivando vecinos que se retuercen de placer tumbados unos sobre otros, en lo más llano de los senderos. Los catorce hijos llevan los ojos vendados (1). Al principio, toda la familia camina junta, pero poco a poco, Edith, la mujer, se va quedando atrás, sola.
Lot.- No mires atrás que es peor, recuérdalo vocea, mirando siempre al frente.
Edith.- Que ya lo sé, pesao.
De pronto, se oye un fogonazo inmisericorde.
Edith.- ¿Qué habrá sido eso, Lot?
Lot.- ¡Que te calles y sigas adelante!
Edith (gira la cabeza).- Yo voy a mirar un poquito, a ver qué pasa.
Mientras, Lot y sus hijos continúan andando.
Lot (sin volverse, claro).- Edith… Oye, Edith, no lo hagas… Edith… ¡Edith, contéstame, por Dios! Dí algo, ¿no ves que no puedo volverme?...¡¡Edithhhhhh!!
Lot y sus hijos permanecieron horas y horas sentados siempre mirando al frente, hasta que, hartos de esperar a que les alcanzara la madre, decidieron reiniciar su camino. Por lo visto, se enteraron de lo de Edith en el mercadillo de Canaan, cuando fueron un día a comprar mitad de cuarto de sal.


(1) Se dice que Lot fue el precursor del OPUS, pero no hay constancia de que Monseñor Escrivá de Balaguer le citara especialmente en sus homilías.

Sansón y Dalila

SANSON Y DALILA

Como bastantes saben (aunque cada día menos), allá por el siglo XX antes de Cristo, el forzudo israelita Sansón mantuvo relaciones con la filistea Dalila, aunque sus respectivos pueblos se llevaran de mal como hoy las dos Coreas, o peor. A pesar de su amor por Sansón, un buen día, a Dalila la sobornaron los suyos para que averiguara dónde residía la fuerza bruta de su pareja, y lo hizo. Así, más o menos, ocurrieron las cosas:
Una noche, en el dormitorio de la chabola:
Dalila.- Hola, Sansi. Algún día tendrás que decir a tu Dali de dónde sacas musculatura tan fiera.
Sansón.- De aquí –respondió él, hinchando la tableta hasta extremos insospechados.
Dalila.- Por Jehová, apártate un poco que me despides.
Sansón.- ¿Saco ahora la moya?
Dalila.- Los bíceps no, que tiras el candil del techo.
Sansón.- ¿De verdad quieres saber el secreto de mi fuerza, Dali?
Dalila.- Nada me gustaría más en este mundo que vencer a mi Sansi- replicó ella, pasándole su dedo índice humedecido por el pectoral derecho.
Sansón.- ¿Por qué quieres vencerme?
Dalila.- Huy, por nada en particular.
Sansón.- ¿Sabes cómo podrías hacerlo?: atándome el cuerpo con siete maromas- soltó de improviso.
Dalila.- ¿Ah, si?. ¿A que no me dejas hacer la prueba?
Sansón.- ¿A ti?. Todo lo que quieras, mi filistea buena.
Entonces, Sansón se tumbó para que Dalila le atara siguiendo sus indicaciones.
Dalila.- Ya estás- acabó la traidora, satisfecha.
En ese momento, él hinchó todos los músculos de su cuerpo hasta que las cuerdas saltaron por los aires.
Sansón (riendo y cantando).- Y se lo ha creído, matarile-rile-rile… Y se lo ha creído, matarile-rile-ron, chim-pón.
Dalila (enfadada).- Ya no me quieres- le dijo la falseta, con ademanes mimosos.
Sansón (acercándose a ella).- Era una broma, mujer. Si quieres vencerme, tendrás que atar mis siete trenzas con hilos y sujetarlas al suelo con siete clavos.
Dalila.- Qué complicado eres, hijo. ¿Y, dónde voy yo ahora a por clavos?
Sansón.- Los sacaré de las ruedas del carro.
Dalila.- ¿Con qué, si no tenemos tenazas grandes? ¿No te acuerdas que la semana pasada le arrancaste la cabeza a ciento cincuenta filisteos con ellas?.
Sansón.- ¿Y, no me las traje?
Dalila.- Con el lío de la masacre, se te olvidaron, Sansi.
Sansón.- No importa, mi reina. Sacaré los siete clavos con los dientes.
Dalila.- Buenos te vas a poner los morros de óxido… Mejor hazlo con las uñas, ¿no?
Sansón.- Tienes razón. Ahora vuelvo.
Poco después, aparecía con siete clavos, gordos no, gordísimos, de diez centímetros de largo, que había extraído del carro, tirando de ellos con las yemas de los dedos.
Dalila.- ¿Ya?. A ver… enséñame esas uñas, grandulloncito mío.
Sansón extendió la mano.
Dalila.- Huy, pero si no tienes ni señal –se sorprendió la tía.
Sansón.- Venga, déjate de pamplinas y hazlo.
Dalila sacó el martillo de un cajón y se puso a la tarea hasta que Sansón quedó clavado en el suelo del dormitorio.
Dalila.- Ahora sí que sí –dijo ella, convencida.
Pero el forzudo, de un tirón se deshizo del tinglado con una facilidad pasmosa, sin perder ni un solo pelo de su cabeza. “Hale-hop”, fueron exactamente sus palabras.
Dalila (más enfadada que antes).- Tú me engañas con otra –le espetó- Si fuera tu chica, me dirías la verdad. Lo nuestro va a ser imposible, Sansi.
Sansón (amoroso).- Está bien, te lo confesaré: es mi pelo, lo que me da la fuerza.
Dalila.- Mentiroso, ya no te creo.
Sansón (bostezando).- Anda, Dali, deja ya ese rollo y vamos a dormir, que mañana tengo que levantarme pronto a demoler templos.
Dalila.- Venga, sí. Pero antes voy al corral, que me hago pis. Y ya de paso te traigo tu vaso de agua de todas las noches.
Dalila fue a la cocina, echó en el agua treinta gotas de un anestesiante instantáneo y volvió cantando a la alcoba.
Sansón.- Qué sed tenía, leche- fue lo último que dijo después de bebérselo de un trago. Dalila, cuando comprobó que Sansón estaba grogui, sacó las tijeras de cortar alambre y se lió a cortarle el pelo hasta que le dejó la cabeza rapada al 1.
Al día siguiente:
Sansón.- Coño, ¿qué me pasa?
Dalila.- ¿A qué te refieres, Sansi?
Sansón.- Que he ido a retirar la mesilla con este dedo y me he partido la falange.
Al oirlo, Dalila fue a la calle, se metió los dedos en la boca y dio un silbido ensordecedor que pudo oirse en las doce tribus de Israel. Poco después, mil trescientos cuarenta y siete filisteos armados hasta los dientes estaban allí. No hicieron falta tantos: entre dos cogieron a Sansón por los sobacos y colorín colorado, aunque esta historia continuó, por ahora se ha acabado.