martes, 7 de febrero de 2012

Sansón y Dalila

SANSON Y DALILA

Como bastantes saben (aunque cada día menos), allá por el siglo XX antes de Cristo, el forzudo israelita Sansón mantuvo relaciones con la filistea Dalila, aunque sus respectivos pueblos se llevaran de mal como hoy las dos Coreas, o peor. A pesar de su amor por Sansón, un buen día, a Dalila la sobornaron los suyos para que averiguara dónde residía la fuerza bruta de su pareja, y lo hizo. Así, más o menos, ocurrieron las cosas:
Una noche, en el dormitorio de la chabola:
Dalila.- Hola, Sansi. Algún día tendrás que decir a tu Dali de dónde sacas musculatura tan fiera.
Sansón.- De aquí –respondió él, hinchando la tableta hasta extremos insospechados.
Dalila.- Por Jehová, apártate un poco que me despides.
Sansón.- ¿Saco ahora la moya?
Dalila.- Los bíceps no, que tiras el candil del techo.
Sansón.- ¿De verdad quieres saber el secreto de mi fuerza, Dali?
Dalila.- Nada me gustaría más en este mundo que vencer a mi Sansi- replicó ella, pasándole su dedo índice humedecido por el pectoral derecho.
Sansón.- ¿Por qué quieres vencerme?
Dalila.- Huy, por nada en particular.
Sansón.- ¿Sabes cómo podrías hacerlo?: atándome el cuerpo con siete maromas- soltó de improviso.
Dalila.- ¿Ah, si?. ¿A que no me dejas hacer la prueba?
Sansón.- ¿A ti?. Todo lo que quieras, mi filistea buena.
Entonces, Sansón se tumbó para que Dalila le atara siguiendo sus indicaciones.
Dalila.- Ya estás- acabó la traidora, satisfecha.
En ese momento, él hinchó todos los músculos de su cuerpo hasta que las cuerdas saltaron por los aires.
Sansón (riendo y cantando).- Y se lo ha creído, matarile-rile-rile… Y se lo ha creído, matarile-rile-ron, chim-pón.
Dalila (enfadada).- Ya no me quieres- le dijo la falseta, con ademanes mimosos.
Sansón (acercándose a ella).- Era una broma, mujer. Si quieres vencerme, tendrás que atar mis siete trenzas con hilos y sujetarlas al suelo con siete clavos.
Dalila.- Qué complicado eres, hijo. ¿Y, dónde voy yo ahora a por clavos?
Sansón.- Los sacaré de las ruedas del carro.
Dalila.- ¿Con qué, si no tenemos tenazas grandes? ¿No te acuerdas que la semana pasada le arrancaste la cabeza a ciento cincuenta filisteos con ellas?.
Sansón.- ¿Y, no me las traje?
Dalila.- Con el lío de la masacre, se te olvidaron, Sansi.
Sansón.- No importa, mi reina. Sacaré los siete clavos con los dientes.
Dalila.- Buenos te vas a poner los morros de óxido… Mejor hazlo con las uñas, ¿no?
Sansón.- Tienes razón. Ahora vuelvo.
Poco después, aparecía con siete clavos, gordos no, gordísimos, de diez centímetros de largo, que había extraído del carro, tirando de ellos con las yemas de los dedos.
Dalila.- ¿Ya?. A ver… enséñame esas uñas, grandulloncito mío.
Sansón extendió la mano.
Dalila.- Huy, pero si no tienes ni señal –se sorprendió la tía.
Sansón.- Venga, déjate de pamplinas y hazlo.
Dalila sacó el martillo de un cajón y se puso a la tarea hasta que Sansón quedó clavado en el suelo del dormitorio.
Dalila.- Ahora sí que sí –dijo ella, convencida.
Pero el forzudo, de un tirón se deshizo del tinglado con una facilidad pasmosa, sin perder ni un solo pelo de su cabeza. “Hale-hop”, fueron exactamente sus palabras.
Dalila (más enfadada que antes).- Tú me engañas con otra –le espetó- Si fuera tu chica, me dirías la verdad. Lo nuestro va a ser imposible, Sansi.
Sansón (amoroso).- Está bien, te lo confesaré: es mi pelo, lo que me da la fuerza.
Dalila.- Mentiroso, ya no te creo.
Sansón (bostezando).- Anda, Dali, deja ya ese rollo y vamos a dormir, que mañana tengo que levantarme pronto a demoler templos.
Dalila.- Venga, sí. Pero antes voy al corral, que me hago pis. Y ya de paso te traigo tu vaso de agua de todas las noches.
Dalila fue a la cocina, echó en el agua treinta gotas de un anestesiante instantáneo y volvió cantando a la alcoba.
Sansón.- Qué sed tenía, leche- fue lo último que dijo después de bebérselo de un trago. Dalila, cuando comprobó que Sansón estaba grogui, sacó las tijeras de cortar alambre y se lió a cortarle el pelo hasta que le dejó la cabeza rapada al 1.
Al día siguiente:
Sansón.- Coño, ¿qué me pasa?
Dalila.- ¿A qué te refieres, Sansi?
Sansón.- Que he ido a retirar la mesilla con este dedo y me he partido la falange.
Al oirlo, Dalila fue a la calle, se metió los dedos en la boca y dio un silbido ensordecedor que pudo oirse en las doce tribus de Israel. Poco después, mil trescientos cuarenta y siete filisteos armados hasta los dientes estaban allí. No hicieron falta tantos: entre dos cogieron a Sansón por los sobacos y colorín colorado, aunque esta historia continuó, por ahora se ha acabado.

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