EN LUCHA
CONTRA LA APISONADORA
Antonio Muñoz
Molina (El País, 25 de mayo de 2024)
Cada época
encuentra sus metáforas: imágenes que resumen la realidad y el espíritu de un
tiempo igual que una fórmula química contiene la composición de una materia. La
metáfora visual que resume con descaro cínico este tiempo es ese anuncio de un nuevo modelo de iPad
que la compañía Apple se ha apresurado a retirar nada más estrenado,
con la rapidez culpable de quien quisiera borrar unas palabras recién dichas
sin darse cuenta o un gesto incontrolado que revelan justo aquello que más
quisiera ocultar. Los dueños de Apple, que en gran parte son los dueños del
mundo, cultivaban en otras épocas más crédulas una fantasía publicitaria de
creatividad desatada, de una especie de misticismo futurista que estaba entre
la psicodelia pop de los últimos sesenta y los vapores corporativos de la new
age, que parecían irradiar de la presencia de su líder, surgiendo como una
visión religiosa o un holograma en aquellos escenarios lejanos como altares, o
como cimas de esas montañas sobre las que desciende una cegadora divinidad, en
este caso algún modelo nuevo y más bien superfluo de cualquiera de sus muchos
productos. Las religiones establecidas tienen la ventaja de que ya no van a
darnos ninguna sorpresa, y algunas hasta contienen principios éticos
admirables, y bellos pasajes de poesía en sus textos sagrados. Las religiones
de la política del siglo XX —el estalinismo, el nacionalismo, el fascismo— no
tuvieron más patrimonio estético ni ético que los embustes y las exageraciones
intoxicadoras de la propaganda; las religiones tecnológicas del XXI no han dado
de sí por ahora más que unos cuantos anuncios y unas efigies de gurús vestidos
de diseño que imitan en todo el hieratismo litúrgico de los antiguos profetas
salvadores, así como su omnipotencia y su omnipresencia, en algún caso, como el de Steve
Jobs, prolongada después de la muerte. Multitudes de sus fieles más
devotos lo lloraron cuando murió, con el desconsuelo de que se fuera
tan pronto, y el desconcierto de que no fuera inmortal; y cada vez que su
sucesor en la tierra lanza un nuevo producto, alzándolo bajo un rayo de luz en
un escenario en penumbra, como si mostrara el Grial, o el cáliz consagrado,
esos mismos devotos repartidos por toda la anchura del mundo velan durante
noches enteras para conseguirlo cuanto antes, con la misma mansa impaciencia
que los peregrinos exhaustos ante la puerta cerrada de un santuario.
El
cristianismo pasó en un par de siglos de las catacumbas de la clandestinidad a
la alianza con los grandes poderes terrenales. En mucho menos tiempo, Apple ha
pasado de la estética del hippismo y la revelación espiritual
comprimida en la forma de un iPhone a la cruda amenaza de una apisonadora
apocalíptica. Quien no haya visto todavía el anuncio suprimido debe apresurarse
a buscarlo en YouTube. Es obsceno en su brutalidad,
en su arrogancia despótica, en su descarada voluntad de destrucción y
supremacía. Una canción de pop blando y acústico empieza a sonar en
un disco de vinilo. “Soy todo lo que necesitas”, dice el estribillo en inglés.
Sobre una ancha mesa metálica se acumulan todo tipo de objetos, como en
aquellas “vanidades” del Barroco en las que los pintores reunían unos libros,
una partitura, una copa de oro, un reloj, un cetro, una vela encendida, una
calavera, para simbolizar lo transitorio de las vidas y las obras humanas.
Quizás alguno de los talentos mercenarios del anuncio se inspiró en las acumulaciones
de esos cuadros: en lo más alto una trompeta, y debajo una guitarra, metrónomo,
un montón de cuadernos y libros, tarros y botes de pinturas, una máquina de
escribir, una batería, una bola iluminada del mundo, una claqueta, una mesa de
sonido, un maniquí de sastre, una de esas figuras articuladas de madera que se
usan en las escuelas de dibujo, un piano sobre el que hay una partitura, una
maqueta de arquitecto, una cámara de fotos, un busto clásico, una lámpara de
estudio de brazo flexible, unas cabezas amarillas de goma con los ojos
saltones. Mientras sigue sonando la canción tonta y risueña, una prensa
apisonadora empieza a descender lentamente y va aplastando uno por uno todos
esos instrumentos de saberes y oficios. Hay una delectación en los detalles: la
trompeta aplastada que cruje, el metrónomo que se rompe, la madera y las
cuerdas del piano trituradas, el muñeco de madera cayendo hacia atrás como una
silueta humana aniquilada, los tarros de cristal que se rompen provocando una
catarata de pinturas que lo mancha todo. Al final de todo, a la pelota amarilla
se le salen los ojos bajo la presión de la apisonadora, que completa su tarea
de aplastamiento sin dejar una fisura.
La religión
triunfadora barre de los altares las estatuas de los antiguos dioses y funde el
oro y la plata de sus objetos litúrgicos. En un barato éxtasis musical, entre
nubes de polvo o de humo, la plancha se levanta y en su superficie no queda ni
rastro de todas las cosas destruidas. Lo que aparece, inexplicable y
misterioso, como los pergaminos o las láminas doradas de una nueva fe, a la vez
inmaterial y tangible, ingrávido, viviente, es el nuevo iPad. En un cuento de
Borges, los guerreros de una tribu invasora queman todos los libros de una
civilización, por temor a que contengan injurias a su dios, “que era una espada
de hierro”. A los señores de Apple no les basta con eliminar los libros
impresos: como asépticos talibanes aspiran también a destruir los instrumentos
musicales, las partituras, los altavoces; como iconoclastas de su integrismo
tecnológico quieren borrar las imágenes y triturar las estatuas. El anuncio es
la metáfora impúdica de un absolutismo que nos va privando día tras día de la
biodiversidad de tantas cosas cotidianas condenadas a desaparecer en beneficio
de un monopolio que se apodera de todo, el monoteísmo de un solo objeto que
elimina todos los demás, una especie invasora que empobrece y acaba arrasando
un ecosistema.
Estas palabras las escribo en un Mac. Al alcance de la mano tengo un smartphone,
apagado para asegurarme el silencio mientras trabajo. Pero miro a mi alrededor
y me gusta recrearme en la variedad de las cosas que me acompañan, las
necesarias y las inútiles, las que duran mucho tiempo y no se estropean, las
que alimentan mi memoria y las que me son tan familiares que cuando estoy
usándolas no sé distinguir entre el trabajo y el puro deleite: botes con
lápices, una goma de borrar y un estuche que hacen su servicio y guardan
intacto el olor de la escuela, una caja de cartón que contuvo un juguete y en
la que he guardado entradas de conciertos y de cine, posavasos de bares,
tarjetas de restaurantes, un tarro de cristal con varios tornillos herrumbrosos
del puente George Washington que recogí hace años a la orilla del río Hudson,
fotos de mi mujer y de mis hijos en épocas diversas de la vida. Y también
cuadernos y borradores y papeles sueltos en los cajones, como un humus fértil
que tal vez dé fruto alguna vez, y un calendario en el que apunto a lápiz citas
y fechas de entrega, y tinteros con tintas de varios colores, y una pluma de
segunda mano con la que he escrito los borradores de dos novelas, y una
estantería de libros y otra de cedés en las que puedo ver
desplegada como la biografía de mis aficiones literarias y musicales, no
mediadas por ningún algoritmo, sino por mi capricho soberano. No quiero
renunciar a nada. La música en cedé o
en vinilo suena mucho mejor que en streaming.
Quiero que la tecnología me facilite ciertas cosas en la vida pero no quiero
vivir sometido a ella, a las maquinaciones codiciosas de unos plutócratas
disfrazados de gurús. No es nostalgia. Es resistencia y rebeldía contra la
apisonadora.
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