lunes, 22 de octubre de 2012


EL PAÍS DONDE NO SE SABÍA DIMITIR

 

            No se lo van a creer, pero en el país del que hablo nadie dimitía. Y no se piensen que era por apego al cargo; sencillamente es que la gente no sabía dimitir. Escenas como las que cuento a continuación eran de lo más habitual:

- Anda, Gutiérrez, sal del Ayuntamiento y no vuelvas más, que no quiero verte ni en pintura – le decía el alcalde a uno de sus concejales, al que había pillado reformándose la salita de estar de su casa a cargo del presupuesto municipal.

- Si te estomaga mi presencia, ya sabes, césame –respondía el edil, arrugando la frente.

- Vete tú, y así no damos cuartos al pregonero.

- ¿Que me vaya yo? –  señalaba Gutiérrez, sorprendido, apuntándose con el dedo en la boca del estómago.

- Tienes razón, lo he dicho sin pensar. Ya sé que no se puede ir uno, así como así –rectificaba el alcalde, pensativo, paseando en línea recta por su despacho, desde la bandera al busto del rey y viceversa.

- Yo me iría, pero no sé. ¿Cómo se hará eso? – se preguntaba Gutiérrez en voz alta, con cara de llevar tiempo en off.

- Ni idea, chico –respondía el alcalde sin detener su paseo mecánico.

- Lo intentaré de todas formas, pero no te garantizo nada- apuntillaba el otro sin saber por dónde empezar.

            El concejal entraba en su despacho y se ponía a escribir: “Yo, Fermín Gutiérrez Cárdenas, Concejal Delegado de Obras, expongo lo siguiente: Aunque todo se debe a una venganza política urdida contra mí por la pérfida oposición, soy inocente de lo que se me acusa, pero dadas las circunstancias, presento, presento…” . Y ahí se detenía, sin saber continuar, dando puñetazos como un poseso al teclado del ordenador.

            Así se pasaba los días, intentándolo sin éxito, hasta que el alcalde, cansado de esperar, acababa cesándole, claro, pero el concejal se iba del cargo sin haber presentado la dimisión.

            Le ocurría a todo el mundo: gobernadores civiles, senadores, diputados… Cuando algún superior les pedía que dejaran el cargo por propia voluntad, ponían una mueca de idiota que daba no se qué verles.

            Pasó mucho tiempo hasta que un becario que se había metido entre pecho y espalda media docena de masters a distancia, encontró la solución. “¿Dimisoni… sidimión… nisodím…?”, repetía en voz alta una y otra vez, sin dar con la palabra exacta. Hasta que un martes, de madrugada, se le encendió la neurona de guardia y fue a dar con la combinación silábica perfecta. Eufórico, salió al balcón de la sede en pelota picada gritando como un loco:

¡DI-MI-SI-ÓN!… ¡¡¡Eureka!!... ¡DI-MI-SI-ÓN!. Y se puso a dimitir él inmediatamente, a ver qué pasaba.

¿Te has vuelto majara?. Tiene que dimitir alguien que tenga un cargo –le corrigió, más lúcido, su compañero de análisis.

            Entusiasmados, esa misma mañana los becarios se dirigieron a la Asamblea regional y ofrecieron su hallazgo a un diputado autonómico, sospechoso de haberse llevado el escaño a su casa, con micrófono y todo, para montarse karaokes nocturnos con su señora.

            Siguiendo las instrucciones de los dos lumbreras, el diputado presentó oficialmente la carta en la que aparecía por vez primera la palabra dimisión y, acto seguido, abandonó el cargo, aunque sin saber exactamente qué suponía en realidad aquello.

            Como era previsible, esa tarde se sintió tan raro que el día siguiente regresó a su puesto en la Asamblea, donde aún andaba el descubridor de la palabra, explicando su significado a los presentes.

Pero, ¿tú no habías dimitido?  -preguntó el joven estudioso al diputado, cuando le vio entrar.

Sí, ¿y qué?

Entonces, ¿qué haces aquí otra vez?

¿Cómo que qué hago?

Si dimites, como que dimites. No aparezcas, tío.

¿Por qué? A mí nadie me ha cesado.

Tú mismo, ¿es que no lo entiendes?.

¿Yo mismo?. De eso, nada.

Como te explicamos ayer, dimitir significa irse antes de que a uno le echen.

Le he estado dando vueltas toda la noche, y eso es imposible. No se puede.

Y yo te digo que sí.

Di misa si te da la gana, pero en este país solo hay dos maneras de dejar el cargo: o te cesan o te mueres –dijo el tipo sintiéndose acosado; tanto, que inmediatamente se acercó al Vicepresidente segundo de la Cámara para quejarse.

Oye, Benavides, mira lo que dice este soplagaitas – y le contó la incidencia, mientras señalaba despectivamente al descubridor.

Tonterías. Ese es un listo- acabó Benavides, solidario, echándole el brazo por encima del hombro.

Y el diputado en cuestión, más crecido que un déficit público, siguió encolado al puesto y al sueldo, a la espera de que alguien le cesara.

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