EL PAÍS DONDE NO SE SABÍA
DIMITIR
No
se lo van a creer, pero en el país del que hablo nadie dimitía. Y no se piensen
que era por apego al cargo; sencillamente es que la gente no sabía dimitir.
Escenas como las que cuento a continuación eran de lo más habitual:
- Anda, Gutiérrez, sal del
Ayuntamiento y no vuelvas más, que no quiero verte ni en pintura – le decía el
alcalde a uno de sus concejales, al que había pillado reformándose la salita de
estar de su casa a cargo del presupuesto municipal.
- Si te estomaga mi presencia, ya
sabes, césame –respondía el edil, arrugando la frente.
- Vete tú, y así no damos cuartos
al pregonero.
- ¿Que me vaya yo? – señalaba Gutiérrez, sorprendido, apuntándose
con el dedo en la boca del estómago.
- Tienes razón, lo he dicho sin
pensar. Ya sé que no se puede ir uno, así como así –rectificaba el alcalde, pensativo,
paseando en línea recta por su despacho, desde la bandera al busto del rey y
viceversa.
- Yo me iría, pero no sé. ¿Cómo
se hará eso? – se preguntaba Gutiérrez en voz alta, con cara de llevar tiempo
en off.
- Ni idea, chico –respondía el alcalde
sin detener su paseo mecánico.
- Lo intentaré de todas formas,
pero no te garantizo nada- apuntillaba el otro sin saber por dónde empezar.
El
concejal entraba en su despacho y se ponía a escribir: “Yo, Fermín Gutiérrez Cárdenas,
Concejal Delegado de Obras, expongo lo siguiente: Aunque todo se debe a una venganza
política urdida contra mí por la pérfida oposición, soy inocente de lo que se
me acusa, pero dadas las circunstancias, presento, presento…” . Y ahí se
detenía, sin saber continuar, dando puñetazos como un poseso al teclado del
ordenador.
Así
se pasaba los días, intentándolo sin éxito, hasta que el alcalde, cansado de
esperar, acababa cesándole, claro, pero el concejal se iba del cargo sin haber
presentado la dimisión.
Le
ocurría a todo el mundo: gobernadores civiles, senadores, diputados… Cuando
algún superior les pedía que dejaran el cargo por propia voluntad, ponían una
mueca de idiota que daba no se qué verles.
Pasó
mucho tiempo hasta que un becario que se había metido entre pecho y espalda media
docena de masters a distancia, encontró la solución. “¿Dimisoni… sidimión… nisodím…?”,
repetía en voz alta una y otra vez, sin dar con la palabra exacta. Hasta que un
martes, de madrugada, se le encendió la neurona de guardia y fue a dar con la
combinación silábica perfecta. Eufórico, salió al balcón de la sede en pelota
picada gritando como un loco:
¡DI-MI-SI-ÓN!… ¡¡¡Eureka!!...
¡DI-MI-SI-ÓN!. Y se puso a dimitir él inmediatamente, a ver qué pasaba.
¿Te has vuelto majara?. Tiene que
dimitir alguien que tenga un cargo –le corrigió, más lúcido, su compañero de
análisis.
Entusiasmados,
esa misma mañana los becarios se dirigieron a la Asamblea regional y ofrecieron
su hallazgo a un diputado autonómico, sospechoso de haberse llevado el escaño a
su casa, con micrófono y todo, para montarse karaokes nocturnos con su señora.
Siguiendo
las instrucciones de los dos lumbreras, el diputado presentó oficialmente la
carta en la que aparecía por vez primera la palabra dimisión y, acto seguido,
abandonó el cargo, aunque sin saber exactamente qué suponía en realidad aquello.
Como
era previsible, esa tarde se sintió tan raro que el día siguiente regresó a su
puesto en la Asamblea ,
donde aún andaba el descubridor de la palabra, explicando su significado a los
presentes.
Pero, ¿tú no habías dimitido? -preguntó el joven estudioso al diputado,
cuando le vio entrar.
Sí, ¿y qué?
Entonces, ¿qué haces aquí otra
vez?
¿Cómo que qué hago?
Si dimites, como que dimites. No
aparezcas, tío.
¿Por qué? A mí nadie me ha
cesado.
Tú mismo, ¿es que no lo
entiendes?.
¿Yo mismo?. De eso, nada.
Como te explicamos ayer, dimitir
significa irse antes de que a uno le echen.
Le he estado dando vueltas toda
la noche, y eso es imposible. No se puede.
Y yo te digo que sí.
Di misa si te da la gana, pero en
este país solo hay dos maneras de dejar el cargo: o te cesan o te mueres –dijo
el tipo sintiéndose acosado; tanto, que inmediatamente se acercó al Vicepresidente
segundo de la Cámara
para quejarse.
Oye, Benavides, mira lo que dice este
soplagaitas – y le contó la incidencia, mientras señalaba despectivamente al descubridor.
Tonterías. Ese es un listo- acabó
Benavides, solidario, echándole el brazo por encima del hombro.
Y el diputado en cuestión, más
crecido que un déficit público, siguió encolado al puesto y al sueldo, a la espera
de que alguien le cesara.
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